Comentario
CAPITULO VIII
Que trata de la introducción del Sagrado Evangelio y de
las dificultades que para ello obo
Habiéndose ganado y conquistado la ciudad de México y pacificado mucha parte de la Nueva España, como está tratado, llegaron de España los doce frailes de la orden de San Francisco el año de 1524, con gran gozo y contentamiento de Fernando Cortés.
A los cuales recibió con muy gran veneración y acatamiento, que fue uno de los mayores y más grandes ejemplos que dio de su nobleza, virtud y persona, y muestra de su gran valor a toda esta tierra, cuya memoria quedará eternizada hasta el fin y consumación del mundo, porque yendo de rodillas abatido por el suelo, tomó las manos al Reverendo Padre Fray Martín Valencia, custodio de los doce religiosos que consigo traía, y se las besó, cuyo hecho devotísimo y humilde recibimiento fue uno de los heroicos hechos que este capitán hizo, porque fue documento para que con mayor fervor los naturales de esta tierra viniesen a la conversión de nuestra Santa Fe, como después vinieron.
De suerte que con esta devoción con que fueron recibidos estos santos varones, el día de hoy los naturales tienen en mucho a los sacerdotes y siervos de Dios, máximamente a los maestros de doctrina de Señor San Francisco.
Con la llegada de estos padres benditos, luego pusieron por obra la conversión general de estos naturales, dando orden de cómo se había de disipar la idolatría sin escándalo ni alboroto alguno. Y siendo ansí y poniendo en ejecución su santo propósito, comenzaron a derribar los ídolos de los templos con celo edificante de extirpar y desarraigar los ritos infernales que entre esta gente había, quemando los simulacros horrendos y espantosos, dando con ellos en tierra, sin que ninguno se los osase impedirlo ni estorbar.
Con esta tan sublime obra, comenzaron a promulgar y predicar el Sagrado Evangelio y doctrina de Nuestro Dios y Salvador Jesucristo con ayuda de muchos niños hijos de caciques y señores que a los principios doctrinaron, instruyéndolos enteramente en las cosas de nuestra Santa Fe Católica. En cuya obra hacían muy gran efecto e impresión en esta nueva planta.
Y prosiguiendo en ella, les comenzaron a quitar las muchas mujeres que tenían y los otros demás ritos de idolatría, y otras muchas supersticiones, sacrificios horrendos, cruelísimos y abominables de sangre humana ofrecida al demonio, sacada y desangrada de sus propias carnes. Quitándoles, ansimismo, que trajeran orejeras los hombres ni las mujeres, ni bezotes, y otros abominables usos y costumbres que tenían. Y que los hombres no tuviesen más de una mujer y las mujeres más de un hombre por marido, y esto había de ser por orden de Nuestra Santa Madre Iglesia y con licencia de los Ministros de Dios. Y que se quitasen los bragueros que traían y se pusiesen zagagüelles y se vistiesen camisas, que era traje más honesto, y que no anduviesen en carnes y desnudos como antes andaban.
A esta tan santa obra, algunos de los caciques y principales se mostraron duros y rebeldes y más que pertinaces, pues con haberse bautizado tornaron a reiterar en sus idolatría y gentilidad y antiguo uso. Los cuales murieron por eso ahorcados por mandado de Hernán Cortés y por consentimiento de la Señoría de Tlaxcalla, que fueron los que eran señalados por dibujo.
Sólo diremos que después de que estuvo arraigada la fe y extendida, yéndose, como se iba extendiendo, la ley evangélica, D. Gonzalo Tecpanecatl Tecuhtli, señor que fue de la cabecera de Tepeticpac, tenía escondidas en sus casas las cenizas de Camaxtli, ídolo muy venerado entre los naturales de esta provincia. Y teniéndolas encubiertas en su casa en un oratorio, pasaba con ellas gran inquietud y trabajo, sucediéndole grandes alteraciones, desgracias y calamidades en sus haciendas, porque el demonio le fatigaba, y no osaba descubrir a nadie, ni decir el mal que tenía en su casa escondido, con hacella tan mala vecindad y compañía.
Mas viniéndose a confesar una Semana Santa, como es precepto, se confesó con Fray Diego de Olarte, religioso del Orden de San Francisco, y en el discurso de su confesión, descubrió a este santo varón cómo tenía guardadas en su casa las cenizas del ídolo Camaxtli y que no lo había osado decir ni descubrir a nadie por su reputación y porque no le tuviesen por mal cristiano, y que agora que había conocido a Dios y entendido la burla y engaño en que vivía y vivieron sus antepasados, que por eso agora se lo descubría; y que mirase y viese lo que mandaba hacer de aquellas reliquias de su idolatría, que él estaba muy obediente a todo lo que mandase.
El buen religioso le mandó que las trajese, que no le quería absolver hasta que se las manifestase, porque de otra manera no le podía absolver ni bendecir en su agua dellos. Ansí, se dice, fue que el dicho D. Gonzalo Tecpanecatl Tecuhtli le trajo las cenizas del ídolo Camaxtli. Se las entregó y luego el padre Olarte, en su presencia, las quemó y derramó por el suelo con gran menosprecio de ello. Y predicó con grandes exhortaciones al D. Gonzalo, el cual tuvo gran dolor y arrepentimiento, llanto y lloro de sus culpas y pecados. Y ansí, aquella semana propia de Jueves Santo, estando disciplinado ante una imagen de Nuestra Señora, espiró y dio el ánima a Dios Nuestro Señor después de haber confesádose y comulgado. Y ansí, lo hallaron muerto y de rodillas ante la imagen de Nuestra Señora en el hospital de la Anunciación. Lo cual dejamos atrás citado y prometimos declarar el fin que tuvieron las cenizas del ídolo Camaxtli.
Al tiempo, las cenizas deste ídolo se desbarataron y desenvolvieron de las envolturas que tenían. Dentro de un cofrecillo de palo hallaron en las cenizas unos cabellos ruvios, porque afirman los antiguos viejos que fue un hombre blanco y rubio. Ansimismo, hallaron entre las cenizas una piedra esmeralda, porque se la solían poner a los hombres famosos en medio de sus cenizas, hechas unas con sangre de niños muertos que para este efecto mataban. Las cuales piedras decían que eran el corazón de los hombres de valor.
Dende ahí en adelante, obo quietud en las casas y haciendas de los herederos de dicho D. Gonzalo. No tan solamente había en esto mucho que decir, sino en otras cosas más que sucedieron dignas de memoria.
Aunque Fray Jerónimo de Mendieta, fraile de la Orden de San Francisco, ha escrito largamente de las cosas sucedidas acerca de la conversión de los naturales de esta tierra, y porque en este lugar se nos ofrece ocasión de tratar algunas cosas dignas de eterna memoria, salimos de nuestro principal intento.
Y es el caso que un cacique llamado D. Cristóbal Axotecatl, principal del pueblo de Atlihuetza, sujeto a Tlaxcalla, martirizó a un hijo suyo llamado, ansimismo, Cristobal y por ser muchacho de poca edad le llamaban los religiosos Cristobalito, y su común nombre era Cristobalito, a manera de regalo. Y habiéndose bautizado y tomado por nombre Cristóbal, su padre Axotecatl, tornó a idolatrar y, por no ser sentido, puso a su hijo con los frailes en el monasterio de Tlaxcalla para que fuese doctrinado e instruido en las cosas de Nuestra Santa Fe. Y fue Nuestro Señor servido de que en muy breve tiempo fuese tan buen cristiano que no había más que desear. Los religiosos le tenían en tanto que no se hallaban sin él. El cual iba a su padre D. Cristóbal muchas veces a predicalle las cosas de Nuestra Santa Fe, declarándole la doctrina cristiana, contradiciéndole y reprobándole la gentilidad y reprobada idolatría, y cómo era devaneo y engaño. Y que le rogaba mucho, como hijo suyo que era y que tanto le amaba, que dejase de idolatrar, se convirtiese a Dios y le sirviese.
Mas como su padre estuviese endurecido y obstinado, nunca quiso dar crédito a su hijo a cuanto le decía y amonestaba.
Visto esto por Cristobalito, rogó con gran instancia a su madre que dijese y rogase a su padre que pues era bautizado, que siguiese la fe de los cristianos y se volviese a Dios y aborreciese a sus ídolos, porque recibía grande afrenta y no osaba parecer ante sus maestros los religiosos.
Viendo que su padre todavía servía el demonio y a los dioses de piedra y de palo, lo cual rogaba a la madre con grande instancia y de que fuese parte que su padre se tornara a Dios y dejase al demonio.
La madre, viendo la razón que el hijo tenía, rogó a D. Cristóbal, su marido, que volviese a la ley de Dios, y que viese cuán buena y cuán limpia era y descansada, y que dejase de adorar a los ídolos, como su hijo le decía; que ansí se lo habían enseñado los Padres de Santa María, que eran los frailes, que en esta sazón ansí los llamaban.
Y como este negocio fuesen tan odioso a D. Cristóbal Axotecatl, mandó matar a su mujer. Muerta la madre, su hijo Cristóbal vino al dicho su padre con mayor fervor y osadía a amonestarle, diciéndole que dejase su idolatría y de servir a los ídolos, porque si no lo hacía y se enmendaba por bien, que él propio le quitaría los ídolos y descubriría; pero que como hijo le rogaba se quitase dello, porque vivía corrido y afrentado entre los frailes siervos de Dios que le habían doctrinado, y que mirase era señor y principal en la República de Tlaxcalla y no diese mala cuenta de su persona, ni lugar a que le perdiese la obediencia y respeto que le tenía de padre, porque en este caso no le podía guardar ningún decoro, y que le quemaría los ídolos.
De las cuales palabras el D. Cristóbal Axotecatl recibió grande enojo y terrible coraje contra Cristobalito su hijo. Y un día, estando muy quieto y seguro Cristobalito en servicio de los religiosos, su padre le envió a llamar y, estando en su presencia, le dijo estas palabras: "¿Cómo, hijo mío engendrete yo para que me persiguieses y fueses contra mi voluntad? ¿Qué va a ti que yo viva en la ley que quisiere y bien me estuviere? ¿En este el pago que me das de la crianza que te he hecho?" Diciendo estas palabras, arremetió a él y le dio de porrazos con una porra que traía de palo, con que le hizo pedazos la cabeza, y le mató. Después de muerto, le mandó echar en una hoguera que tenía hecha en su propia casa y aposento. Como no se pudiese quemar el cuerpo de Cristobalito, le mandó sacar de la hoguera y le hizo enterrar en una hoguera suya, que era aposento bajo de terrapleno.
Hecho esto y enterrado al dicho su hijo lo más secretamente que pudo, al cabo de muy pocos días los religiosos echaron menos a su Cristóbal, que no solía faltar tanto tiempo. Procuraron luego saber de él y buscalle con gran diligencia, [por] que luego sospecharon lo que podría ser. Y como no apareciese, al cabo de muchos días, por indicios y sospechas, se vino a sacar de rastro cómo su padre D. Cristóbal lo había muerto a él y a su madre. Luego, por confesión suya súpose cómo los había muerto, cómo y de qué manera y la razón que para ello tuvo, y de cómo los tenía enterrados a los dos en su recámara.
Ansí por esto, como por otros negocios, fue justiciado el dicho D. Cristóbal Axotecatl, el cual fue bautizado y murió cristiano. Senteciólo a muerte D. Martín de Calahorra, que conoció de la causa y lo mandó ahorcar por mandado de Cortés. Visto todo por los religiosos de aquellos tiempos, hicieron desenterrar los huesos de Cristobalito y los de su madre y los llevaron al monastereio de Tlaxcalla, donde el día de hoy los han de tener guardados, que piadosamente se puede creer que fueron mártires madre e hijo.
Lo mismo acaeció en el pueblo llamado Santiago Tecalco (por lo mal sonante del vocablo se llama el día de hoy Santiago Tecalpan; otros le llaman Tecalli), pueblo que tienen en encomienda los sucesores de D. Francisco de Orduña, a quien fue encomendado. Yendo por toda aquella comarca ciertos religiosos que salieron de Tlaxcalla a predicar, llevaban consigo unos niños que tenían doctrinados, [para] que buscasen y descubriesen ídolos y algunos idólatras, que siempre se estaban endurecidos y en no quererse convertir a la fe de Jesucristo.
Y como fuesen tan perseguidos de los muchachos, una noche los caciques de aquel pueblo convidaron a cenar a tres de ellos, y aquella propia noche procuraron matallos. Mas fue sentido por los niños por algunos avisos que tenían de otros indios también por inspiración divina. Dos de ellos se pusieron en huida, se escondieron y escaparon de entre sus manos. Al uno de ellos, que alcanzaron, lo mataron aquella noche, siendo de edad de quince años y era natural de Tlaxcalla. Y como en aquellos tiempos no usaban los naturales dagas, ni puñales, ni cuchillos para con ellos darle puñaladas al que querían matar, dábanle de porrazos, que era su costumbre antigua. Y ansí, tenían para este efecto unas porras de palo pesado o macanas y con ellas aporreaban.
Por manera que a este niño, habiéndole aporreado y dado en la cabeza muchos golpes y teniéndola hecha pedaños y magullada, nunca perdía el sentido para encomendarse a Dios y, clamando a grandes voces, decía que aquello que le hacían fuese por amor de Dios, y que no se le daba nada que lo matasen, que daba su vida por bien empleada, con tal que ellos se bautizasen y creyesen en Dios, que aunque él muriese y perdiese mil vidas que no les había dejar de decir que se bautizasen, convirtiesen a Dios y dejasen de ser idólatras, que no por temor ni miedo de perder la vida había de dejar de decilles la verdad y de cómo vivían engañados de sus ídolos. Y desta suerte murió hecho pedazos, como tenemos referido, siendo de su propio natural. Y en todo el tiempo que lo estaban matando, les estuvo predicando y reprendiendo, que fue toda la noche hasta el día siguiente. Sus compañeros, que estaban escondidos, visto que no podían dejar de padecer otro tanto, le dejaron y se fueron huyendo y se tornaron a Tepeyacac, donde dieron cuenta a los frailes de lo que les había pasado, y cómo los tepalcanecas habían muerto a uno de sus hijos. De que recibieron gran pena. Mas como en aquellos días no se ejecutaba la justicia, ni había castigo en los excesos por no alterar a los naturales, se quedó esta crueldad sin castigo.
Destos casos sucedían en diversas partes desta tierra. Aunque algunos quieren decir que fueron castigados y hecha justicia de los matadores, se pasaba por muchas cosas destas por la razón que dejamos referida. También acaecían otras muchas muertes que se pasaba por ello y otras de que no se tenía noticia entera, que el tiempo y el descuido de nuestros españoles las han consumido y puesto en eterno olvido.
Acuérdome en este lugar que en la Ciudad de México, catorce años después de conquistada toda la tierra y pacificada por Cortés, yendo con otros muchachos, hijos de españoles, por los barrios de los naturales nos corrieron unos indios embijados. De seis o siete que íbamos nos cogieron un compañero y se lo llevaron, que nunca más pudo saberse de él. Y sin éste que nos llevaron a ojos vistas, hurtaban los que podían para comérselos o tornarlos indios.
Dejando esto aparte, que era lo menos, [a] los españoles que caminaban a solas para ir a los pueblos y a otras provincias, los mataban y consumían secretamente, sin poderse saber de ellos. Hasta que se puso remedio y [se] mandó en toda la tierra a los caciques y reinos que tuviesen cuenta con los españoles que caminaban para pasar a otros pueblos, que en aquella sazón los llamaban cristianos, porque también lo eran ellos; y que de allí en adelante no los llamasen cristianos, sino que los llamasen españoles o castillecas, que tanto quiere decir como "castellanos", aunque, con todo esto, el día de hoy los llaman cristianos. Y con este orden, como está dicho, dende allí en adelante ya se tuvo muy gran cuenta y cuidado de nuestros españoles, y daban cuenta los naturales de ellos a donde quiera que iban, entregándolo, al pueblo donde llegaban y traían razón adonde quedaban, trayéndolos retratados de la edad que eran, si iban a pie o a caballo, sus vestidos y ropaje que llevaban, de qué color eran y manera de su traje. Dende entonces faltaban ya muy, pocos o casi ningunos, si no eran los que salían de México a Guatemala, Chiapas, Honduras, Nicaragua, y tierras remotas que aún estaban en guerra y por pacificar.